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Pasajeros en Tránsito
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A modo de epílogo

A modo de epílogo

-Cada centro de energía en el cuerpo -contestó-, tiene una concentración de energía; una clase de vórtice de energía como un embudo que parece girar en contra de las manecillas del reloj, desde la perspectiva de alguien que lo está mirando. La fuerza de cualquiera de esos centros, en particular, depende de la fuerza de ese movimiento. Si se mueve trabajosamente o apenas se mueve, quiere decir que ese centro está agotado, vacío de energía.

Don Juan explicó que existen seis enormes vórtices de energía en el cuerpo humano que se pueden utilizar, o que están accesibles para manipularse. El primero está en el área del hígado y la vesícula, el segundo en el área del páncreas y el bazo, el tercero en el área de los riñones y las glándulas suprarrenales, y el cuarto en el punto hueco en la base del cuello, en la parte anterior del cuerpo. Describió que este centro tiene una clase especial de energía que los videntes perciben como una cualidad transparente, algo que podría describirse como semejante al agua; energía tan fluida que es líquida. También dijo que la apariencia líquida de esta energía especial es el rasgo de una cualidad, tipo filtro, que separa cualquier energía que entra en él, tomando únicamente la parte que tiene esta característica líquida. Esta cualidad es una característica uniforme y consistente de

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este centro. El quinto centro, pertinente sólo las mujeres, es el área del útero. Mencionó que en algunas mujeres el útero parece tener una energía líquida similar, un filtro natural que separa la energía superflua; pero no todos los úteros tienen esta característica. Existe otro centro, arriba de la cabeza, con el que los chamanes de la antigüedad no trataban en absoluto. Cada uno de sus pases mágicos tenía que ver con alguno de esos cinco centros, pero, nunca con el sexto, encima de la cabeza.

-¿Por qué esta discriminación, don Juan? -pregunté.

-Ese sexto centro de energía -dijo-, no pertenece del todo al hombre. Nosotros, los seres humanos, estamos sitiados, por así decido. Es como si ese centro hubiera sido invadido por un enemigo invisible. Y, la única forma de vencer a este enemigo es fortaleciendo todos los otros centros.

-¿No es un poco paranoico sentir que estamos sitiados, don Juan?

-Bueno, quizá para ti, pero ciertamente no para mí. Yo veo energía, y veo que la energía del centro que está encima de la cabeza no fluctúa como la energía de los otros centros. Se mueve para adelante y para atrás, de manera muy ajena a nosotros y muy repugnante.

También veo que en los chamanes que han logrado vencer a la mente, a la cual ellos llaman una instalación foránea, la fluctuación de ese centro se vuelve exactamente como la fluctuación de todos los otros centros. La rotación de la energía en el centro de decisiones es la más débil de todas. Por eso es que el hombre casi nunca puede decidir nada. Los chamanes ven que después de practicar ciertos pases mágicos ese centro se activa, y entonces pueden, ciertamente, tomar todas las decisiones que deseen, cuando antes no podían, ni siquiera, ir a la esquina.

extraido de "El Silencio Interno, de Carlos Castaneda"

 

 

 

"Cada individuo necesita un particular alimento para su espíritu, que es el único que lo va a saciar verdaderamente, pero generalmente su ignorancia lo lleva a buscar una de estas sendas:

 

1. Los que satisfacen constantemente a su bestia sin alimentar el espíritu.

2. Los ascetas que renuncian a los placeres materiales, por convicción interna o por la compulsión de sus complejos. Se entregan a la búsqueda espiritual pero no consiguen la felicidad anhelada.

3. Los que tratando de mantener un equilibrio entre los dos puntos anteriores, no hacen sino esclavizarse a la ley del péndulo que los lleva alternativamente de una cosa a otra."

 

"El hombre estelar llega a un perfecto equilibrio interno, y establece por partes iguales la satisfacción de su hambre espiritual y bestial, es decir, alimenta a su bestia y a su espíritu, manteniendo así una perfecta estabilidad. Por supuesto que su bestia no es aquella pervertida de la cual hemos hablado en otros capítulos, sino una bestia pura y natural.

Elhombre estelar es humilde. Conoce perfectamente la enorme magnitud de lo que ignora, y al compararse él mismo con aquella inmensidad, se siente sobrecogido por su propia pequeñez.

 

El poder del hombre estelar, no emana de su “tercer ojo”, ni de “chakras” o “Kundalini”. Tampoco posee cualidades parasicológicas. Como ya lo hemos manifestado el hermetista sostiene que las cualidades parasicológicas representan solamente el “desplazamiento y proyección de la energía de la masa”, por lo cual, mientras más bestial sea el sujeto, mayores posibilidades de éxito tendrá. Es por esta razón que las cualidades parasicológicas “funcionan mejor” cuando el sujeto está experimentando fuertes estados pasionales de tipo instintivo o emocional, los cuales intensifican o multiplican la irradiación de la energía de la masa. No existe ningún mérito espiritual en esto, sólo es una “hechicería inconsciente”. El poder del hermetista emana de su fuerza espiritual, de su pureza, del dominio de sus pasiones, de la sublimación de su energía animal, y de la rectitud de sus intenciones."

 

"Los admiradores del Yoga conceden tremenda importancia a Kundalini y los Chakras, pensando que es el pilar fundamental de la realización espiritual. La verdad es que ningún provecho sacaría una persona de este comentado “despertar” (de Kundalini); a lo más, una intensa euforia creativa, que nada tiene que ver con el progreso espiritual.

Debemos comprender que la verdadera evolución no se improvisa de ninguna manera, y que nadie en el Universo puede lograrla sin un proceso lento, sostenido y esforzado, de autorealización."

 

 

"Muchas personas se burlan del hermetismo, ocultismo y todo lo esotérico, pero generalmente, ninguna de ellas ha tenido una experiencia directa en la materia, y solamente hablan de oídas o por prejuicios. Algunos se sienten orgullosos de su intelecto, y se apoyan en su razón para descalificar lo hermético. Es de esperar que quienes lo hacen así, estén absoluta y completamente seguros que razonan efectivamente, y que no caen en alguna de estas clasificaciones del pensamiento crítico:

1. Los que creyendo estar despiertos, sueñan.

2. Los que imitan ciegamente, depositando una fe implícita en otras personas, sistemas o instituciones, para liberarse del trabajo de pensar por sí mismos.

3. Aquéllos cuyas pasiones ocupan el lugar de la razón. Se trazan de antemano una línea, y no atienden a ninguna razón ajena ni propia que no esté dentro de esta línea, o que halague su estado de ánimo, vanidad o interés.

4. Aquéllos que adoran sus propias ideas como imágenes sagradas. Nuestras ideas nos pertenecen desde tiempos inmemoriales e ignoramos cómo se insinuaron sutilmente en nuestro cerebro. No permiten jamás que alguien las profane o discuta.

No hay que olvidar, que por lo general, la mayor parte del razonamiento del individuo consiste en encontrar argumentos para continuar creyendo lo que ya cree.

Otros, negarán ciegamente su posible dependencia de un “computador central”, aduciendo que “ellos hacen lo que quieren” (no se dan cuenta que quieren lo que el computador central los hace querer). Basta analizar a fondo las motivaciones individuales, para comprender que todo se hace bajo una presión interna o externa. Idea, sentimiento, impulso o acción, son siempre compulsivas; jamás nacen de un supremo acto de superior y libre raciocinio.

Una razón general para sostener una idea de la propia libertad, es el argumento de mostrar una larga lista de todas las cosas que se han realizado en la vida. Sin embargo, cabe preguntarse, ¿las hicimos verdaderamente, por propio deseo o nos obligaron a hacerlas a pesar de nosotros mismos? ¿Deseamos tal cosa o nos obligaron a desearla?"

 


"Existen cuatro puntos básicos que el discípulo debe tener presente para “romper” el fenómeno del sueño, los cuales no constituyen una técnica del despertar, sino que normas de conducta que es preciso adoptar, las cuales favorecen el despertar. Son la siguientes:

1. Dejar de mentir

2. Dejar de soñar

3. Aprender a pensar

4. Vivir en el momento presente

5. Activar el cuerpo físico"

 

 

Sentirse importante lo hace a uno pesado, torpe y banal. Para ser un guerrero se necesita ser liviano y fluido.


 

Enfadarse con la gente significa que uno consi­dera que los actos de los demás son importantes. Es imperativo dejar de sentir de esa manera. Los actos de los hombres no pueden ser lo suficiente­mente importantes como para contrarrestar nues­tra única alternativa viable: nuestro encuentro inmutable con el infinito.


 

Cualquier cosa es un camino entre un millón de caminos. Por tanto, un guerrero siempre debe tener presente que un camino es sólo un camino; si siente que no debería seguirlo, no debe perma­necer en él bajo ninguna circunstancia. Su decisión de mantenerse en ese camino o de abandonarlo debe estar libre de miedo o ambición. Debe obser­var cada camino de cerca y de manera deliberada. Y hay una pregunta que un guerrero tiene que hacerse, obligatoriamente: ¿Tiene corazón este camino?

Todos los caminos son lo mismo: no llevan a ninguna parte. Sin embargo, un camino sin cora­zón nunca es agradable. En cambio, un camino con corazón resulta sencillo: a un guerrero no le cuesta tomarle gusto; el viaje se hace gozoso; mientras un hombre lo sigue, es uno con él.


 

Un guerrero vive de actuar, no de pensar en actuar ni de pensar qué pensará cuando haya actuado.


 

Un guerrero no tiene honor, ni dignidad, ni familia, ni nombre, ni patria; sólo tiene vida por vivir y, en tales circunstancias, su único vínculo con sus semejantes es su desatino controlado.


 

Puesto que ninguna cosa es más importante que otra, un guerrero elige cualquier acto y lo actúa como si le importara. Su desatino controla­do le lleva a decir que lo que él hace importa y le lleva a actuar como si importara, y sin embargo él sabe que no es así; de modo que, cuando comple­ta sus actos, se retira en paz, sin preocuparse en absoluto de si sus actos fueron buenos o malos, si dieron resultado o no.


 

No hay vacío en la vida de un guerrero. Todo está lleno a rebosar. Todo está lleno a rebosar y todo es igual.


 

Somos hombres, y nuestro destino es aprender y ser arrojados a mundos nuevos e inconcebibles. Un guerrero que ve la energía sabe que no hay fin a los nuevos mundos que se abren a nuestra visión.


 

Nos hablamos incesantemente a nosotros mis­mos acerca de nuestro mundo. De hecho, man­tenemos nuestro mundo con nuestro diálogo interno. Y cuando dejamos de hablarnos sobre nosotros mismos y nuestro mundo, el mundo es siempre como debería ser. Con nuestro diálogo interno lo renovamos, lo encendemos de vida, lo sostenemos. No sólo eso, sino que también esco­gemos nuestros caminos al hablarnos a nosotros mismos. De ahí que repitamos las mismas eleccio­nes una y otra vez hasta el día en que morimos, porque continuamos repitiendo el mismo diálogo interno una y otra vez hasta el preciso momento de la muerte. Un guerrero es consciente de ello y lucha por detener su diálogo interno.


 

El mundo es todo lo que hay aquí encerrado: la vida, la muerte, la gente y todo lo demás que nos rodea. El mundo es incomprensible. Jamás lo entenderemos; jamás desentrañaremos sus secre­tos. Por eso, debemos tratarlo como lo que es: un absoluto misterio.


 

Cuando un guerrero decide hacer algo, debe ir hasta el final, aceptando la responsabilidad de lo que hace. Haga lo que haga, primero debe saber por qué lo hace, y luego seguir adelante con sus acciones, sin dudas ni remordimientos.


 

En un mundo donde la muerte es el cazador no hay tiempo para dudas ni lamentos. Sólo hay tiempo para decisiones. No importa cuáles sean las decisiones. Nada puede ser más serio o menos serio que lo demás. En un mundo donde la muer­te es el cazador no hay decisiones grandes o pequeñas. Sólo hay decisiones que un guerrero toma a la vista de su muerte inevitable.


 

Un guerrero cazador trata íntimamente con su mundo y, sin embargo, es inaccesible para ese mismo mundo. Lo toca ligeramente, permanece el tiempo preciso y luego se aleja velozmente, sin apenas dejar rastro.


 

Para el hombre corriente el mundo es extraño porque, cuando no se aburre de él, está enemista­do con él. Para un guerrero, el mundo es extraño porque es estupendo, pavoroso, misterioso, insondable. Un guerrero debe asumir la responsabi­lidad de estar aquí, en este mundo maravilloso, en este tiempo maravilloso.


 

Un guerrero es un cazador. Todo lo calcula. Eso es control. Una vez terminados sus cálculos, actúa. Se deja ir. Eso es abandono. Un guerrero no es una hoja a merced del viento. Nadie puede empujarle; nadie puede obligarle a hacer cosas en contra de sí mismo o de lo que juzga correcto. Un guerrero está preparado para sobrevivir, y sobre­vive del mejor modo posible.


 

No importa cómo lo hayan criado a uno. Lo que determina el modo en que uno hace cualquier cosa es el poder personal. Un hombre no es más que la suma de su poder personal, y esa suma determina cómo vive y cómo muere.


 

El poder personal es un sentimiento. Algo así como tener suerte. O podríamos llamarlo un talante, un ánimo. El poder personal es algo que se adquiere a través de toda una vida de lucha.


 

Un guerrero actúa como si supiera lo que hace, cuando en realidad no sabe nada.


 

Un guerrero no tiene remordimientos por nada de lo que ha hecho, porque aislar los propios actos llamándolos mezquinos, feos o malos es darse a uno mismo una importancia injustificada.


La clave está en lo que se enfatiza. O nos hace­mos desdichados o nos hacemos fuertes. Cuesta el mismo trabajo lo uno que lo otro.


 

Desde el momento en que nacemos, la gente nos dice que el mundo es esto y aquello, y de tal y cual manera; naturalmente, no tenemos otra opción más que aceptar que el mundo es de la forma en que la gente nos ha estado diciendo que es.


 

El arte del guerrero consiste en equilibrar el terror de ser un hombre con la maravilla de ser un hombre.


 

Lo malo de las palabras es que nos hacen sen­tirnos iluminados; pero cuando nos damos la vuelta para enfrentarnos al mundo, siempre nos fallan y terminamos enfrentándonos al mundo como siempre: sin iluminación. Por esta razón, un guerrero busca actuar en vez de hablar, y para ello obtiene una nueva descripción del mundo, una descripción en la que hablar no es tan importante y en la que los actos nuevos conllevan reflexiones nuevas.


 

Siempre que el diálogo interno cesa, el mundo se desploma y afloran extraordinarias facetas nuestras, como si hubieran estado celosamente guardadas por nuestras palabras.


 

Un guerrero debe cultivar el sentimiento de que tiene cuanto necesita para ese viaje extrava­gante que es su vida. Lo que cuenta para un gue­rrero es estar vivo. La vida es suficiente y comple­ta en sí misma, y por sí misma se explica.


Por eso puede uno decir, sin presunción, que la experiencia de las experiencias es estar vivo.


 

Su razón hace que los seres humanos olviden que la descripción del mundo es tan sólo una des­cripción, y antes de que se den cuenta, han atrapa­do la totalidad de sí mismos en un círculo vicioso del cual raramente escapan durante su vida.


 

Los seres humanos son perceptores, pero el mundo que perciben es una ilusión: una ilusión creada por la descripción que les contaron desde el momento mismo en que nacieron.


Así pues, el mundo que su razón quiere soste­ner es, en esencia, un mundo creado por una descripción que tiene reglas dogmáticas e inviolables, reglas que su razón aprende a aceptar y a defender.


 

La carta ganadora del guerrero es que cree sin creer. Pero, obviamente, un guerrero no puede decir simplemente que cree y dejar las cosas ahí. Eso resultaría demasiado fácil. Sólo creer, sin más, le libraría de examinar su situación. Siempre que un guerrero se implica con alguna creencia, lo hace porque ésa es su elección. Un guerrero no cree; un guerrero tiene que creer.


 

La totalidad de nosotros mismos es algo muy misterioso. Necesitamos solamente una porción muy pequeña de esa totalidad para llevar a cabo las tareas más complejas de la vida. Pero, al morir, morimos con la totalidad de nosotros mismos.


 

No hay manera de librarse de la autocompa­sión de una vez por todas. Tiene un papel y un lugar definidos en nuestras vidas, una fachada definida y reconocible. Así, cada vez que se pre­senta la ocasión, la fachada de la autocompasión se activa. Tiene una historia. Pero si uno cambia la fachada, cambia su lugar de prominencia.


Las fachadas se cambian modificando los ele­mentos que las componen. La autocompasión resulta útil a quien se siente importante y merece­dor de mejores condiciones y de mejor trato, o bien a quien no quiere hacerse responsable de los actos que lo condujeron al estado que suscitó su auto­compasión.


 

Cambiar la fachada de la autocompasión signi­fica sólo que uno ha asignado un lugar secundario a un elemento que antes era importante. La auto­compasión continúa siendo un rasgo prominente, pero ahora ha pasado a un segundo plano; al igual que la idea de la propia muerte inminente, la idea de la humildad del guerrero o la idea de la respon­sabilidad por los propios actos estuvieron durante una época en un segundo plano para un guerrero, sin ser nunca utilizadas hasta el momento en que se convirtió en guerrero.


 

El núcleo de nuestro ser es el acto de percibir, y la magia de nuestro ser es el acto de ser conscientes. La percepción y la conciencia constituyen una misma e inseparable unidad funcional.


 

Los guerreros siempre toman el primer suceso de una serie como el bosquejo o el mapa de lo que a continuación va a desplegarse ante ellos.


 

Todos podemos ver y, sin embargo, elegimos no recordar lo que vemos.


 

El arte de ensoñar es la capacidad de utilizar los sueños ordinarios y transformarlos en conciencia controlada, en virtud de una forma espe­cializada de atención denominada la atención de ensueño.


 

El arte de acechar es un conjunto de procedi­mientos y actitudes que permiten a un guerrero extraer lo mejor de cualquier situación conce­bible.


 

Cuando un guerrero deja de tener cualquier clase de expectativas, las acciones de la gente ya no le afectan. Una extraña paz se convierte en la fuer­za que rige su vida. Ha adoptado uno de los con­ceptos de la vida del guerrero: el desapego.


 

Los seres humanos tienen dos lados. El lado derecho abarca todo lo que el intelecto es capaz de concebir. El lado izquierdo es un ámbito de carac­terísticas indescriptibles, un ámbito para el que no caben palabras. El lado izquierdo es comprendi­do ‑si es comprensión lo que tiene lugar‑ con la totalidad del cuerpo. De ahí que se resista a la con­ceptualización.


 

Cuando se enfrentan a una fuerza superior con la que no pueden lidiar, los guerreros se retiran por un momento. Dejan que sus pensamientos corran libremente. Se ocupan de otras cosas. Cualquier cosa puede servir.


 

Los acechadores aprenden a no tomarse nunca en serio: aprenden a reírse de si mismos. Si no tienen miedo de hacer el ridículo, pueden ridiculizar a cualquiera. Aprenden a tener una paciencia inagotable. Los acechadores nunca tienen prisa, nunca se inquietan. Aprenden a tener una inagotable capacidad de improvisación.


 

Uno no está completo sin tristeza ni añoranza, pues sin ellas no hay sobriedad, no hay gentileza. La sabiduría sin gentileza y el conocimiento sin so­briedad son inútiles.


 

Percibimos. Éste es un hecho firme. Pero no es un hecho de la misma clase que lo que percibimos, porque aprendemos qué percibir.


 

Lo cierto, para un vidente, es que todos los seres vivos luchan por morir. Lo que detiene a la muerte es la conciencia.


 

El arte del acecho consiste en aprender todas las peculiaridades de tu disfraz, y aprenderlas tan bien que nadie sepa que estás disfrazado. Para conseguirlo, necesitas ser despiadado, astuto, paciente y dulce.


Ser despiadado no significa aspereza, astucia no significa crueldad, ser paciente no significa negli­gencia y ser dulce no significa estupidez.


 

Los guerreros saben que cuando el inventario de una persona corriente falla, o bien la persona amplía su inventario o bien se derrumba el mundo de la imagen de sí mismo. Las personas corrientes son capaces de incorporar nuevos elementos a su inventario siempre y cuando esos nuevos elemen­tos no contradigan el orden básico de ese inventa­rio. Pero si los elementos contradicen dicho orden, la mente de la persona se derrumba. El inventario es la mente. Los guerreros lo tienen en cuenta cuando intentan romper el espejo de la imagen de sí mismos.


 

Las posibilidades del hombre son tan vastas y misteriosas que los guerreros, en vez de pensar en ellas, han optado por explorarlas sin esperanza de comprenderlas jamás.


 

El hombre racional, al aferrarse tercamente a la imagen de sí mismo, se garantiza una ignorancia abismal. Ignora el hecho de que el chamanismo no es cuestión de encantamientos y abracadabras, sino que es la libertad de percibir no sólo el mundo que se da por sentado, sino todo lo que es humanamente posible lograr. Tiembla ante la posibilidad de ser libre, y la libertad está al alcance de su mano.

 

La Rueda del Tiempo, Carlos Castaneda